La seguridad de la vacuna de la nueva gripe A ha sido uno de los asuntos que han levantado más polémica. Mientras las autoridades sanitarias y gubernamentales han asegurado que se trata de una vacuna totalmente segura, son muchos los médicos que han denunciado la excesiva presencia en ella de unas sustancias, los coadyuvantes, que potencian la acción inmunizadora del preparado, pero que en determinados casos pueden tener graves consecuencias para la salud. Entre estas sustancias potenciadoras se encuentra el escualeno, un compuesto que fue prohibido en 2004 por un juez federal de Estados Unidos, y que está considerado como uno de los responsables del síndrome que sufrieron los combatientes estadounidenses en la primera guerra del Golfo Pérsico. La cantidad de este preparado en las vacunas, al menos en las primeras que han sido presentadas, es mucho mayor que la máxima recomendada; algunas fuentes apuntan a que es nada menos que un millón de veces mayor. Estos compuestos pueden provocar con el tiempo la aparición de enfermedades autoinmunes, como el síndrome de Guillain Barré.
Los antivirales que también se recomienda utilizar con la gripe A tampoco están libres de sospecha. El más conocido, tamiflu, está en el centro de todas las miradas después de que se le haya relacionado con la aparición de diversos desórdenes neurológicos y psicológicos que en ciertos casos podrían inducir al suicidio.
Diversos foros y sitios de Internet anunciaron que más de 600 neurólogos británicos habían recibido en julio de 2009 una carta confidencial de la Agencia para la Protección de la Salud británica en la que les instaba a estar alerta ante un posible aumento del número de afectados por la enfermedad de Guillain Barré, grave dolencia neurológica degenerativa que está asociada en muchas ocasiones a una vacuna, también contribuyó a que se disparasen las más diversas teorías conspirativas. Entre estas destacó la que avisaba de que la vacuna que se había preparado era en realidad una combinación de virus de la gripe A, la aviar y la común humana, y que una vez que estuviesen en el organismo humano podrían combinarse y mutar hacia cepas virales más letales. Sería entonces cuando comenzaría una auténtica epidemia mortal que podría acabar con millones de personas, como ocurrió con la de 1918.
Un prestigioso virólogo europeo ha sido acusado de exagerar de forma interesada el peligro del virus de la gripe A. La reputación del doctor Albert Osterhaus, jefe del Departamento de Virología del Centro Médico Erasmus de Rotterdam (Holanda), se ha visto seriamente afectada por la acusación realizada desde una página de Internet de la Comisión Europea de Investigación de potenciar sus intereses comerciales a costa de promover el miedo por la nueva gripe A. Este científico es fundador de dos empresas de biotecnología y tiene intereses económicos en otras productoras de vacunas víricas. El parlamento holandés incluso puso en el orden del día el debate sobre este escándalo. El científico lleva 20 años investigando los virus y fue uno de los descubridores del mecanismo de infección del virus SARS, en 2003.
Cuando los medios de comunicación de todo el mundo anunciaron con gran despliegue que la gripe A se había convertido en una pandemia, en una epidemia global, fueron muy pocos los que se acordaron de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había cambiado solo unos días antes, el 27 de abril de 2009, su definición de pandemia al reducir drásticamente los requisitos para que una epidemia fuese considerada como tal. Solo bastaba que la enfermedad fuese detectada en dos países de la misma zona OMS.
Una curiosa casualidad, pero no la única. Poco más de dos meses antes de que la opinión pública mundial se viese sacudida por las noticias de la pandemia que había nacido –eso decían entonces– en México, la ministra de Salud de Francia, Roselyne Bachelot, solicitó a un grupo de expertos juristas que la asesorasen sobre la legalidad constitucional de la imposición de un plan de vacunación obligatoria para toda la población. ¿Tuvo una precognición o sabía algo que los demás ignorábamos? Tal vez fue solo casualidad, lo mismo que resultó un hecho fortuito que la patente de la vacuna para el virus H1N1 se presentase en 2007, o incluso que el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, firmase en marzo de 2009, solo semanas antes de que se conociese la aparición de la nueva plaga, un contrato por valor de 100 millones de euros para construir una nueva fábrica para elaborar vacunas contra la gripe que debería levantarse en México.
La declaración de pandemia para la gripe A supuso elevar a su máximo el nivel de alerta en todo el mundo. En primavera ya parecía claro que en la mayoría de los casos la enfermedad no era tan mortal como se había anunciado, nada que ver con la terrible gripe de 1918 que se llevó la vida de 50 millones de personas, puede que de muchas más, en su mayoría jóvenes sin enfermedades anteriores. Pero persistía el peligro de que mutase, y como estaba tan extendida por todo el mundo había que tomar las máximas precauciones. La mayoría de los países hicieron acopio de las nuevas vacunas y se dispusieron en un primer momento a inmunizar lo que se suponía que era la parte de la población más vulnerable: el personal sanitario y de atención al público, los niños, las mujeres embarazadas y las personas con determinadas enfermedades crónicas.
¿Pero estaba realmente tan extendida la epidemia? Nadie puede estar seguro, porque las valoraciones de su propagación las ha estado haciendo el personal médico atendiendo a unos criterios confusos y notablemente vagos. Los estudios iniciales, con el análisis de las muestras de los pacientes en las que se buscaba la presencia específica del virus, han ido cambiando con el paso de los meses hasta el punto de que prácticamente cualquier afección gripal ha pasado a considerarse gripe A.
La situación ha llegado a alcanzar cotas surrealistas en algunos lugares donde los médicos se han visto sorprendidos al tener dos normas contradictorias para catalogar si un enfermo tiene gripe A a tal punto que en un momento dado ya no hacía falta necesariamente tener fiebre; era suficiente con padecer uno de estos cuatro síntomas: malestar general, cefalea, dolor muscular o fiebre y, al menos, uno de los síntomas respiratorios, como tos, dificultad al respirar o dolor de garganta.
La nueva definición de la gripe A no suponía que la anterior dejase de estar vigente, por lo que los médicos se encontraron ante la disyuntiva de elegir cuál de estas normas debían aplicar. Además, la nueva pauta –denunciaron muchos facultativos– era tan vaga que muchas personas con dolencias como gripe común y otras infecciones virales pasarían a convertirse de forma mágica en enfermos de la gripe A. Numerosos pediatras denunciaron que al aplicar ese criterio resultaría que la gran mayoría de los niños que acuden a la consulta con un virus corriente pasarían a ser enfermos de gripe A. Un ejemplo más de las maravillas que se puede hacer si se sabe manipular los datos.
Esta forma de engordar las cifras de infectados –prácticamente todos los enfermos de gripe pasaban a serlo de gripe A– fue vista por muchos como una estrategia para potenciar las vacunas o, mejor dicho, las empresas fabricantes de las mismas. Unas vacunas preparadas con tal celeridad que muchos médicos consideran inseguras. De forma privada, pero también pública en entrevistas y cartas a los medios de comunicación, numerosos facultativos mostraron su oposición a la vacunación masiva con unas vacunas que consideran que no han sido suficientemente probadas. Muchos expertos apuntaron el peligro de la adición de sustancias potenciadoras del efecto de la vacuna tan fuertes que podrían provocar, con el tiempo, enfermedades autoinmunes.
Entre esta revolución del personal sanitario tuvo un especial eco el vídeo que se difundió a través de Internet de una monja benedictina, Teresa Forcades, también doctora en Medicina, que alertó de los peligros de la vacunación contra esta gripe, e hizo un llamamiento para que no se pudiese forzar a nadie en España a vacunarse contra una enfermedad que en realidad no resultaba tan nueva como se decía, pues no era más que una nueva cepa de un virus ya conocido, el A H1N1. La razón de tantas sospechas sobre los riesgos de esta vacuna quedó notablemente confirmada a mediados de octubre, cuando se supo la noticia de que los miembros del Gobierno alemán, con la canciller Ángela Merkel a la cabeza, recibirían una vacuna especial, exenta de los productos considerados peligrosos por muchos médicos. Como se suele decir, todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Una epidemia con una mínima gravedad que ha sido publicitada por todo el planeta como una amenaza global para la humanidad, aumentando las estadísticas de los casos realmente ocurridos y magnificando los fallecimientos. Esta aparentemente bien orquestada campaña ha dado sus frutos en forma de ventajosos contratos para el suministro de millones de vacunas, peligrosas y muy probablemente innecesarias para la inmensa mayoría de la población, que han contribuido a disparar los beneficios de algunas poderosas empresas. Y, de paso, el temor a esta epidemia ha permitido que en algunos países, como Estados Unidos, se aprueben normas y leyes que llegado el momento podrían limitar las libertades de sus ciudadanos.
Los antivirales que también se recomienda utilizar con la gripe A tampoco están libres de sospecha. El más conocido, tamiflu, está en el centro de todas las miradas después de que se le haya relacionado con la aparición de diversos desórdenes neurológicos y psicológicos que en ciertos casos podrían inducir al suicidio.
Diversos foros y sitios de Internet anunciaron que más de 600 neurólogos británicos habían recibido en julio de 2009 una carta confidencial de la Agencia para la Protección de la Salud británica en la que les instaba a estar alerta ante un posible aumento del número de afectados por la enfermedad de Guillain Barré, grave dolencia neurológica degenerativa que está asociada en muchas ocasiones a una vacuna, también contribuyó a que se disparasen las más diversas teorías conspirativas. Entre estas destacó la que avisaba de que la vacuna que se había preparado era en realidad una combinación de virus de la gripe A, la aviar y la común humana, y que una vez que estuviesen en el organismo humano podrían combinarse y mutar hacia cepas virales más letales. Sería entonces cuando comenzaría una auténtica epidemia mortal que podría acabar con millones de personas, como ocurrió con la de 1918.
Un prestigioso virólogo europeo ha sido acusado de exagerar de forma interesada el peligro del virus de la gripe A. La reputación del doctor Albert Osterhaus, jefe del Departamento de Virología del Centro Médico Erasmus de Rotterdam (Holanda), se ha visto seriamente afectada por la acusación realizada desde una página de Internet de la Comisión Europea de Investigación de potenciar sus intereses comerciales a costa de promover el miedo por la nueva gripe A. Este científico es fundador de dos empresas de biotecnología y tiene intereses económicos en otras productoras de vacunas víricas. El parlamento holandés incluso puso en el orden del día el debate sobre este escándalo. El científico lleva 20 años investigando los virus y fue uno de los descubridores del mecanismo de infección del virus SARS, en 2003.
Cuando los medios de comunicación de todo el mundo anunciaron con gran despliegue que la gripe A se había convertido en una pandemia, en una epidemia global, fueron muy pocos los que se acordaron de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había cambiado solo unos días antes, el 27 de abril de 2009, su definición de pandemia al reducir drásticamente los requisitos para que una epidemia fuese considerada como tal. Solo bastaba que la enfermedad fuese detectada en dos países de la misma zona OMS.
Una curiosa casualidad, pero no la única. Poco más de dos meses antes de que la opinión pública mundial se viese sacudida por las noticias de la pandemia que había nacido –eso decían entonces– en México, la ministra de Salud de Francia, Roselyne Bachelot, solicitó a un grupo de expertos juristas que la asesorasen sobre la legalidad constitucional de la imposición de un plan de vacunación obligatoria para toda la población. ¿Tuvo una precognición o sabía algo que los demás ignorábamos? Tal vez fue solo casualidad, lo mismo que resultó un hecho fortuito que la patente de la vacuna para el virus H1N1 se presentase en 2007, o incluso que el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, firmase en marzo de 2009, solo semanas antes de que se conociese la aparición de la nueva plaga, un contrato por valor de 100 millones de euros para construir una nueva fábrica para elaborar vacunas contra la gripe que debería levantarse en México.
La declaración de pandemia para la gripe A supuso elevar a su máximo el nivel de alerta en todo el mundo. En primavera ya parecía claro que en la mayoría de los casos la enfermedad no era tan mortal como se había anunciado, nada que ver con la terrible gripe de 1918 que se llevó la vida de 50 millones de personas, puede que de muchas más, en su mayoría jóvenes sin enfermedades anteriores. Pero persistía el peligro de que mutase, y como estaba tan extendida por todo el mundo había que tomar las máximas precauciones. La mayoría de los países hicieron acopio de las nuevas vacunas y se dispusieron en un primer momento a inmunizar lo que se suponía que era la parte de la población más vulnerable: el personal sanitario y de atención al público, los niños, las mujeres embarazadas y las personas con determinadas enfermedades crónicas.
¿Pero estaba realmente tan extendida la epidemia? Nadie puede estar seguro, porque las valoraciones de su propagación las ha estado haciendo el personal médico atendiendo a unos criterios confusos y notablemente vagos. Los estudios iniciales, con el análisis de las muestras de los pacientes en las que se buscaba la presencia específica del virus, han ido cambiando con el paso de los meses hasta el punto de que prácticamente cualquier afección gripal ha pasado a considerarse gripe A.
La situación ha llegado a alcanzar cotas surrealistas en algunos lugares donde los médicos se han visto sorprendidos al tener dos normas contradictorias para catalogar si un enfermo tiene gripe A a tal punto que en un momento dado ya no hacía falta necesariamente tener fiebre; era suficiente con padecer uno de estos cuatro síntomas: malestar general, cefalea, dolor muscular o fiebre y, al menos, uno de los síntomas respiratorios, como tos, dificultad al respirar o dolor de garganta.
La nueva definición de la gripe A no suponía que la anterior dejase de estar vigente, por lo que los médicos se encontraron ante la disyuntiva de elegir cuál de estas normas debían aplicar. Además, la nueva pauta –denunciaron muchos facultativos– era tan vaga que muchas personas con dolencias como gripe común y otras infecciones virales pasarían a convertirse de forma mágica en enfermos de la gripe A. Numerosos pediatras denunciaron que al aplicar ese criterio resultaría que la gran mayoría de los niños que acuden a la consulta con un virus corriente pasarían a ser enfermos de gripe A. Un ejemplo más de las maravillas que se puede hacer si se sabe manipular los datos.
Esta forma de engordar las cifras de infectados –prácticamente todos los enfermos de gripe pasaban a serlo de gripe A– fue vista por muchos como una estrategia para potenciar las vacunas o, mejor dicho, las empresas fabricantes de las mismas. Unas vacunas preparadas con tal celeridad que muchos médicos consideran inseguras. De forma privada, pero también pública en entrevistas y cartas a los medios de comunicación, numerosos facultativos mostraron su oposición a la vacunación masiva con unas vacunas que consideran que no han sido suficientemente probadas. Muchos expertos apuntaron el peligro de la adición de sustancias potenciadoras del efecto de la vacuna tan fuertes que podrían provocar, con el tiempo, enfermedades autoinmunes.
Entre esta revolución del personal sanitario tuvo un especial eco el vídeo que se difundió a través de Internet de una monja benedictina, Teresa Forcades, también doctora en Medicina, que alertó de los peligros de la vacunación contra esta gripe, e hizo un llamamiento para que no se pudiese forzar a nadie en España a vacunarse contra una enfermedad que en realidad no resultaba tan nueva como se decía, pues no era más que una nueva cepa de un virus ya conocido, el A H1N1. La razón de tantas sospechas sobre los riesgos de esta vacuna quedó notablemente confirmada a mediados de octubre, cuando se supo la noticia de que los miembros del Gobierno alemán, con la canciller Ángela Merkel a la cabeza, recibirían una vacuna especial, exenta de los productos considerados peligrosos por muchos médicos. Como se suele decir, todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Una epidemia con una mínima gravedad que ha sido publicitada por todo el planeta como una amenaza global para la humanidad, aumentando las estadísticas de los casos realmente ocurridos y magnificando los fallecimientos. Esta aparentemente bien orquestada campaña ha dado sus frutos en forma de ventajosos contratos para el suministro de millones de vacunas, peligrosas y muy probablemente innecesarias para la inmensa mayoría de la población, que han contribuido a disparar los beneficios de algunas poderosas empresas. Y, de paso, el temor a esta epidemia ha permitido que en algunos países, como Estados Unidos, se aprueben normas y leyes que llegado el momento podrían limitar las libertades de sus ciudadanos.
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