Por Mariano
Kairuz para Pagina 12
¿Qué comemos y por qué? ¿Qué efecto pueden tener los
alimentos sobre los seres humanos? Estas preguntas, y algunas escenas de granja
de cuando era una chica y que nunca pudo olvidar, dispararon el libro
Malcomidos de Soledad Barruti. Duro y a la vez esperanzado, recurre a los
recursos de la crónica y la investigación periodística para desplegar el
extenso mapa alimentario de la Argentina en un contexto global en el que comer
se ha vuelto tan necesario como refinado y complicado.
En el origen de Malcomidos hay un pollo. Un pollo tierno y
crocante, cocinado casi en su totalidad, que no se parece en nada al paquete
deshuesado y desmenuzado ni a la pechuga blancuzca y blanda que abundan hoy en
los supermercados. Un pollo que, hasta que encontró su destino (la mesa de un
almuerzo familiar preparado con dedicación por la abuela) caminó bastante a sus
anchas por el terreno de una pequeña granja de pueblo. Un tipo de pollo que
–desplazado por un animal criado en un sistema industrial intensivo y cruel– ya
casi no existe.
Soledad Barruti es periodista y éste es su primer libro de
no ficción, entre la crónica y la investigación periodística. Malcomidos, según
señala la autora en el prólogo, empezó con tres preguntas. “¿Qué comemos?, ¿Por
qué? y ¿Cuál es el efecto que eso está teniendo sobre nosotros?”, y a lo largo
de las siguientes 400 páginas sale en busca de respuestas, con un resultado
abrumador. Abrumador porque, a diferencia de lo que ocurrió décadas atrás con
las denuncias a la industria tabacalera (por los efectos adictivos y nocivos
que ésta había conseguido ocultarles a sus clientes por años mientras les
vendía que su producto era, como mínimo, canchero y placentero), la comida
siempre será imprescindible: inclusive cuando no quede un solo alimento
saludable en las góndolas, algo tendremos que comer. Abrumador, porque nos
obliga a preguntarnos una y otra vez qué nos estamos metiendo en el cuerpo.
“Una cosa que le pasa a uno al investigar sobre la comida es
que resulta imposible no involucrarse y no tomárselo como algo personal –dice
Barruti–. Muchas veces los libros de denuncia producen distancia y dejan de
lado el placer. Pero cuando lo que estás tratando es un tema como la comida, es
inevitable intentar reencontrarse en algún lugar con algo gustoso. Cuando
empecé a investigar, mis reacciones ante cada cosa eran de estupor y después de
bronca: ¡No puedo comer nada! ¡No le puedo dar de comer nada a mi hijo!”
En el origen, entonces, está ese pollo de la abuela. Al
principio de su libro narra una anécdota pequeña, familiar, y muy
significativa: la ocasión, cuando tenía unos siete años, en que su madre la
llevó a comprar un pollo a lo de un granjero de la zona en la que pasó muchos
fines de semana, en la casa campestre que alquilaban sus abuelos. Eran fines de
los ’80. El granjero se llamaba Don Vittorio y los pollos que vendía estaban
criados por él, en su terreno. Así que “comprar un pollo” para la cena no
consistía en agarrar una bandeja del anaquel de un supermercado, sino en elegir
el tamaño, y a continuación asistir a un acto cotidiano que hoy es poco común:
el de Don Vittorio agarrando uno de los animales que correteaba por ahí, y
cortándole el cogote, para su posterior desplume, limpieza y entrega. Una
escena, la del pollo degollado que sigue caminando y cae sobre el charco de su
propia sangre, que para muchos chicos podría ser el evento traumático de sus
infancias –inclusive impulsar el pasaje hacia una militancia vegana radical–,
pero que a Soledad le provocó una suerte de, según escribe, perturbadora
fascinación. Es una anécdota pequeña, pero que puede cobrar una dimensión
enorme para un chico suburbano, y que inviste a la autora del libro de cierta
autoridad: la de quien creció entendiendo que la comida no sale de una góndola,
sino de la naturaleza.
“De chica siempre estuve muy en contacto con la naturaleza.
Mis abuelos tenían una casa en la periferia de Buenos Aires, un lugar agreste
en el que podía estar en contacto con animales todo el tiempo. Cosas tan
sencillas y cotidianas como ver al gato que cazaba un pajarito, y lo dejaba
medio muerto y entonces tenía que ir mi abuelo y cortarle el cuello al pajarito
para que dejara de sufrir. Ese contacto te lleva a entender que hay un
componente de salvajismo en el trato con los animales que es lógico. Y yendo a
la comida, que somos una especie omnívora, que trazó un planeta según sus
necesidades alimentarias. De no haber domesticado animales habría un montón de
superficies inhabitables. Pero esos animales abonan, mineralizan, nutren el
suelo y la vida es posible. La producción es de algún modo en conjunto: una
producción cooperativa.
El problema de la producción actual es que los animales
pasaron a ser engranajes dentro de fábricas de producción de carne. Nadie puede
imaginar de dónde viene lo que come. Se perdió esa proximidad con los
productos; se perdió la posibilidad de probarlos frescos, sin tanta mediación.”
ANOCHECE EN EL CAMPO
Malcomidos arranca como una crónica periodística, que lleva
a su autora en un recorrido por granjas industriales del interior de Argentina,
para ver en persona cómo son esos sistema de galpones iluminados
artificialmente en que se apiñan los pollos –devenidos un poco en
pollos-zombies con sus picos recortados para que no se lastimen entre ellos,
con los ojos enrojecidos, tambaleantes– o jaulas diminutas donde las gallinas
viven una sobre la otra para producir huevos a un costo mínimo y velocidad
máxima. Y a medida que avanza, va trazando el mapa de la versión local de una
tendencia global a la sobreproducción de alimentos industriales. De los pollos
y los huevos a la soja que se extiende ilimitada, explicando por qué en el país
de la carne ya no se puede comer un corte vacuno de calidad, a cómo la
aplicación irresponsable y descontrolada de agrotóxicos nos llega en dosis
desconocidas, pero constantes a través de las frutas y verduras que consumimos
(y de la carne de animales alimentados con granos invariablemente fumigados);
haciendo escala en el contundente caso del “cultivo” industrial del salmón, e
investigando qué papel juega el creciente robo de caballos en el país. Mientras
visita campos y granjas, entrevistando a productores, a científicos y a
víctimas de los efectos más directos del envenenamiento progresivo de la
naturaleza, Barruti va también rastreando la compleja red que sostiene este
sistema, en el que confluyen casi todas las grandes polémicas del mundo
contemporáneo: la discusión sobre un planeta con cada vez más pobres y hambrientos
(mientras todo presuntamente se hace para paliar el hambre mundial), la
experimentación genética, el avance implacable de las grandes corporaciones
(alimentarias, químicas, farmacéuticas) dispuestas a hacer cualquier cosa para
maximizar ganancias, y la aparente impotencia de los Estados provinciales y
nacionales, que no pueden contra ellas (o directamente se les asocian en este
esquema de producción), el avance de los monocultivos y la consecuente
destrucción del medio ambiente, la crueldad con los animales y el empeoramiento
progresivo de la salud de la población mundial.
Para entender cómo funciona el sistema de producción de
alimentos hay que empezar por entender cual es el interés real que organiza
todo.
La Agroindustria se extiende de manera ilimitada mientras
desbarata lo que queda de un país que supo hacer alimentos sanos para todos. Los
300 millones de litros de agroquímicos que se tiran por año en el país están
intoxicando hasta la muerte a 12 millones de habitantes rurales. 200 son de
glifosfato que ha sido rociado sobre pueblos enteros
Se fueron seleccionando gallinas ponedoras pequeñas que no
comieran tanto y pollos que engordaran más rápido y parejo. El olor del
gallinero es ácido como un baño químico después de un recital. El sonido de esas
diez mil gallinas es un único grito que aturde. Los pollos son deformes de
doble pechuga, que no pueden sostenerse en sus patas, sobrealimentados e
inyectados con colorantes y antibióticos, encontrándose en criaderos bacterias
multiresistentes a los mismos
¿Cómo se explica que haya hambre entre los pobladores de los
mismos lugares que producen la comida, en las zonas más fértiles del país? El
hambre en el mundo nunca fue más grande que en los últimos años, después de la
revolución biotecnológica y la especulación financiera
Se instaló la idea en un gran sector de la sociedad
argentina de que no hay que cuestionar la soja, cuestionar su expansión o
alertar sobre sus efectos.
¡Quién quiere hablar mal de un negocio redondo para la
economía argentina hasta que sus efectos colaterales no lleguen a la ciudad? La
soja transgénica diseñada por Monsanto para resistir al herbicida (producido
también por ellos) no puede crecer al lado de otra planta porque esos químicos
matan a los demás cultivos, y se produce a gran escala porque sirve para
alimentar animales y para generar biocombustibles. Así hay menos lugar
destinado para la producción de alimentos, y a la vez no emplea fuerza laboral.
Como tiene fitosestrógenos genera menstruaciones precoces y ginecomastia en varones.
Por qué entonces se expande? Porque es una moneda de cambio fabulosa, es un
commodity que cotiza en bolsa, donde se venden plantaciones a futuro por
precios siderales, y además ganan todos: los productores que las venden y el
Gobierno con las retenciones. El Gobierno no incentiva para plantar otra cosa y
los que antes trabajaban dentro del campo y tenían una granjita ahora no hacen
nada y viven de planes sociales. El monocultivo sojero empobrece el suelo, a
los pampeanos los expertos les dan 30 años de vida fértil y a los del norte 10.
El Estado está ausente sin proyección a
futuro y vivimos un saqueo de las grandes corporaciones como nunca antes hemos
sufrido. Las cifras del 2002 dicen que había ya 200.000 campesinos menos y el
censo agropecuario del 2008 no se publicó, expulsados, junto con los indígenas,
hacia las grandes urbes asentándose en
las villas miseria y generando violencia e inseguridad, transformados en nuevos
nómadas. La superproducción y el hambre están íntimamente relacionados de un
modo perverso y deliberado, al contrario de lo que nos quieren hacer creer. Los
bosques se extinguen a un ritmo feroz, queda menos del 30% y cada hora
desparecen 36 canchas de fútbol de árboles nativos que en su mayoría terminan
reemplazados por soja. No solo se pierden personas sino también sus saberes:
como criar animales, cuidar plantas, como cultivar sin químicos ni semillas
multinacionales de Monsanto, en definitiva, como alimentar saludablemente.
Al productor ya no le es redituable tener sus vaquitas
comiendo pasto ni rotar ganado ni cultivos como hacía antes, entonce amontona
ganado en un corral y en lugar de comer pasto la vaca come maíz lo que hace su
carne ácida, entonces les dan fármacos que provocan que las bacterias naturales
(Escherichia coli en la carne) muten y se hagan resistentes a ese medio ácido. La
carne así obtenida se pudre más rápido. Así es como en nuestro país hay
la mayor cantidad de Síndrome urémico hemolítico que en el resto del mundo
Las frutas y verduras están repletas de venenos peligrosos
que casi nadie controla. Se avalaron trabajos de Monsanto sin rastrear datos
como los del barrio Ituzaingó donde el 33% de la población moría por tumores.
Las aves son apiladas y torturadas, les cortan los picos
para evitar agresiones. Cuando una deja de poner la dejan sin alimento 15 días,
y si sobrevive la ponen otra vez a producir. A tal punto que se han detectado
nuevas bacterias por el sobreuso de medicamentos para este tipo de producción
Los libros y documentales de denuncia –algunos, obras
extraordinarias que adquirieron gran difusión, como Fast Food Nation, de Erik
Schlosser, sobre la industria de la carne en EE.UU.– se multiplican por el
mundo haciendo foco sobre las distintas partes de este tema enorme; mientras
acá se publican, de manera un poco más dispersa, investigaciones periodísticas
sobre casos argentinos –como el envenenamiento de poblaciones enteras con el
glifosato–. Pero Malcomidos ambiciona ofrecer el panorama completo.
LA NATURALEZA AMA LA DIVERSIDAD
La mayoría de la gente, sostiene Barruti, ni siquiera
sospecha todo lo que hay detrás (y adentro) de eso que come a diario.
Inclusive, dice, muchos médicos y hasta nutricionistas lo ignoran. Hoy hay una
preocupación creciente por el tema, pero falta información. “En mi familia hay
una especie de fascinación por la comida –explica–. Siempre nos juntamos a
comer y a comer rico. Además mi madre es médica homeópata, y frecuentemente nos
enseñaba sobre la importancia de los alimentos. Así que me crié con esta idea
de que a la comida hay que estudiarla para saber qué es lo que te están
vendiendo: como la margarina, que se promocionaba como la panacea en los ’80 y
mi madre repetía que era venenosa. Luego me pasó a mí como madre, que intenté
trasladar un poco lo aprendido, pero claramente estamos en un momento más
difícil: los chicos hoy están atravesados por una necesidad adictiva de harinas
blancas, azúcar y sal, de publicidad y marketing. Mientras tanto, ni siquiera
los pediatras, ni la mayoría de los nutricionistas, parecen tener mucha
conciencia sobre los peligros de las gaseosas, la carne de feedlot o los
agrotóxicos, porque en la facultad es algo que recién está empezando a
hablarse.”
Los ámbitos científicos y universitarios, dice, están
atravesados por una visión única, que es la que conviene a la industria. “Y
pasa que hay una confianza en la ciencia, que se presenta como el único saber,
un saber hegemónico que termina resultando perverso y terminal: el mundo cree
que la ciencia tiene una respuesta para todas las cosas, y en la producción de
alimentos esa idea viene reforzándose desde los ’50, cuando el mundo empezó a
ser fabricado casi a la medida de nuestras necesidades: todo parecía perfecto
adentro de un laboratorio, desde los pollos hasta los vegetales. La producción
industrial de frutas y verduras se hizo seleccionando las variedades que mejor
cuajaran con las necesidades de la industria: que pudieran viajar largas
distancias, que ya no fueran estacionales, que resistieran. Se seleccionaron
variedades estéticamente sólidas, pero nutricionalmente cada vez más
empobrecidas, lo que se refleja en una pérdida de sabor, de aroma. Además,
crecen en situaciones tan artificiales que no toman del suelo lo que necesitan,
no tienen tiempo para nutrirse y no necesitan crear sus propios mecanismos de
defensa: o sea, no necesitan crear vitaminas ni antioxidantes: la barrera
defensiva natural de la planta. Va a ser muy difícil volver a encontrar la
variedad de semillas y animales que había. Es impresionante ver la variedad de
papas que tiene el Altiplano: ahí se podían cultivar veinte papas distintas,
porque si cambiaba el clima, venía una sequía, por ejemplo, había tal vez cinco
de esas variedades que tenían posibilidades de sobrevivir. La naturaleza se
hace fuerte en la diversidad. Pero hoy de esas papas solo se hace una sola, la
que le interesa a McDonald’s.”
SIN COMERLA NI BEBERLA
“Cuando empezás a desentrañar todo esto, la primera urgencia
que te surge es ¿cómo nos salvamos individualmente? –dice Barruti–. Nos
preguntamos qué podemos comer. Pero enseguida se ve que la situación es más
profunda que eso. Por un lado porque pensar todo el tiempo qué hay que comer,
cómo comprarlo, dónde, es complicado. Pero sobre todo porque que vos compres la
lechuga orgánica no va a hacer necesariamente que la solución de esas personas
sea mejor, que la sociedad se vuelva más justa, o que las granjas industriales
dejen de existir.”
Dedicás un largo capítulo a explicar todas las aberraciones
que convierten al cultivo industrial del salmón en las costas chilenas, en un
caso paradigmático de este sistema de producción y del daño que produce.
–Es que el salmón representa probablemente lo peor de este
sistema condensado y encuentra en el sushi su punto cúlmine. Durante años fue
comunicado como una panacea gastronómica: es rico y a la vez saludable. Por eso
se masificó. Pero nada de eso es cierto. El salmón que consumimos viene de
granjas industriales instaladas en el mar: son jaulas donde millones de
salmones engordan hacinados en base a maíz, antibióticos y químicos, en un
sistema como el de los pollos. La producción se hace en Chile, pero se trata de
un negocio noruego: durante la dictadura de Pinochet, grandes compañías
noruegas se instalaron en las costas de ese país practicando una especie de conquista
tardía en un lugar que era virgen de capitalismo, como Chiloé. Llegaron
llevando todo lo que en Noruega estaba prohibido hacer: contaminaron a
mansalva, vaciaron el mar de peces salvajes, introdujeron esta especie exótica,
hicieron de los campesinos y pescadores, obreros: destruyeron la cultura y la
naturaleza del lugar. Todo eso esconde el salmón mientras creemos que se trata
de peces que nadan libres por las rías de ese país.
La mayor parte del tiempo el libro deja la sensación de que
estamos acorralados. ¿Es así?
–Hay cosas muy puntuales que me dan miedo: en el fondo, no
podés saber qué estás comiendo cuando comés. Pero al mismo tiempo los
resultados de este sistema son claros: se ven en los aumentos de enfermedades
que hay, en cómo estamos naturalizando malestares crónicos como dolores de
cabeza, infertilidad y abortos espontáneos, y muchas cosas que aceptamos como
si fuera normal que el cuerpo funcionara así de mal. Y en ese sentido también
estamos en un momento interesante que se refleja en países como Estados Unidos:
están apareciendo todos estos CEO de grandes compañías alimentarias que se
arrepienten, como se arrepintieron en su momento los de las tabacaleras, desde
el momento en que se volvieron conscientes de las cosas que hicieron sus compañías
y se dijeron: acá estuvimos matando gente. Hay un libro del periodista del The
New York Times, Michael Moss, llamado Salt, Fat & Sugar, para el que Moss
desclasificó 300 documentos de grandes empresas como Kraft, Cargill, CocaCola,
y la división alimentaria de Philip Morris, documentos en los que queda claro
que todos ellos sabían muy bien lo que estaban haciendo y cómo manipularon los
alimentos para volverlos adictivos, hasta hacer de lo que antes era un negocio
acotado (dar de comer) algo infinito: porque las personas viven la comida como
un acto más de consumo sin tener en cuenta que lo que están haciendo es meterse
calorías y químicos en el cuerpo. Fisiológicamente debería haber un momento en
que no podés comer más, pero si el sistema necesita superproducir, todo eso que
se sobreproduce lo tenés que meter en algún lado: y lograron meterlo alterando
fórmulas. Esto generó una sociedad que explotó en todo sentido: económico y
social, productivamente, y en la salud. Estados Unidos se convirtió en una sociedad
súper obesa con todos los efectos que acarrea esa enfermedad. Bueno: todo
estalló ahora y entonces aparecieron estos CEO arrepentidos que dicen “hicimos
algo jodido” y les piden a uno de los gobiernos más neoliberales del mundo, el
norteamericano, que intervenga en las compañías.
La última parte del libro, titulada “Volver al futuro”,
recorre experiencias positivas y cada vez más numerosas, pero todavía aisladas,
de regreso al cultivo natural y orgánico, como la de Naturaleza Viva –una
granja agroecológica en Santa Fe– o Caminos Abiertos –un hogar de chicos y
granja en Buenos Aires–.
“Hay países que vienen pensando y debatiendo y escribiendo
mucho sobre este problema. El Food Movement es un movimiento global con
diferentes expresiones, que van desde el slow food hasta el florecimiento de
las huertas urbanas en ciudades como Nueva York. Lo que se plantean es
recuperar la producción de alimentos sanos, para alimentar, no para vender.
Pero sobre todo hay un movimiento poderoso y enorme que es Vía Campesina, que
reúne a la mayoría de los productores tradicionales e irónicamente hambreados
del mundo: se trata de 1500 millones de campesinos, pescadores, indígenas de
todo el mundo. Es gente que se quedó sin posibilidad de producir y se volvió
mano de obra del sistema industrial. O directamente desempleados, excluidos a
los que el sistema no necesita. Es una red enorme que reclama recuperar la
soberanía alimentaria: esto es, el derecho de cada pueblo a producir según sus
necesidades culturales, sociales, y económicas. También a producir cuidando la
tierra, respetando la naturaleza. A producir comida que alimente a la gente, y
no soja que alimenta cerdos de producción industrial o combustibles para
trabajar el campo de este modo. Quienes reclaman recuperar la soberanía
alimentaria, dentro y fuera de la Vía Campesina, no solo piensan de una manera
diferente, sino que están actuando, creando sistemas alternativos, demostrando
que no sólo es posible salir de esta encrucijada, sino que se puede salir
devolviendo a las personas al campo, a la agricultura a pequeña y mediana
escala, a la agricultura tradicional. Hay una frase de Safran Foer en Comer
animales que lo dice todo: ‘Se puede despertar a alguien que está dormido, pero
no a alguien que finge dormir’.”
Finalmente, para el más desesperanzado o descreído, Barruti
esgrime un argumento inapelable en favor de una toma de conciencia activa sobre
el tema: siempre es mejor que el problema se conozca, que circule información.
Que los que tienen la posibilidad, reclamen para sí el derecho a controlar un
poco lo que comen.